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Todo debe de ser perfecto


Imagen tomada de http://www.hoy.com.ni/2015/12/16/adiccion-la-limpieza/

Todo debe de estar reluciente, la velada será perfecta. Mi esposo e hijos se merecen una cena magnífica. Quiero que la sientan como si fuera su última comida, que degusten cada bocado y sonrían tras cada cucharada.

No me queda tiempo; todo está sucio: aquellos vasos engrasados, las copas tienen pelusa, los platos no rechinan y los cubiertos no brillan. ¿Es correcto el color del mantel? ¿Están bien dobladas las servilletas? ¿La vajilla es acorde a la situación? ¿Vendrán bien vestidos? ¿Se comportarán a la altura? ¡Todo está mal! Me siento desesperada, no le estoy haciendo honor a mi apellido.

Hace dieciocho años alcance uno de mis objetivos: pude casarme con un hombre de buena categoría social y obtuve un apellido digno de mi carácter. Ese matrimonio me convirtió en la señora “de Pulido”. Mi satisfacción fue efímera, pasados cinco años y tres hijos, mi esposo dejó de ser un hombre elegante, ordenado y educado convirtiéndose en un sujeto desaliñado; sus pulcros hábitos y buenos modales fueron reemplazados por la afición a la bebida, el desorden y poca higiene. De asistir puntual a su trabajo, pasó por dar las órdenes desde casa, transformando un hermoso estudio en una cochina oficina.

Fue tan grande su cambio, que nuestros hijos adoptaron costumbres similares, tornándose en ruidosos chiquillos. Mi deseo de un hogar intachable, en donde yo los atendería en medio del orden, la comodidad y el buen gusto se destruyó. Mi rutina de fantasía dejó de ser, dejé de parecer esa ama de casa de telenovela y quedé degradada al papel de simple sirvienta de cuatro trogloditas. Mis aspiraciones de ser madre de un ingeniero, un músico dedicado al violín y una doctora se esfumaron, en su lugar quedaron un quejica, un cerdito y una niña que prefería los autos y los balones. Conforme el tiempo pasó, todo empeoró acentuando el deterioro de mi esposo y trayendo consigo un drogadicto, un skater y una jovencita con problemas de ansiedad.

Durante esos años mi estado mental fue llevado al límite, al no poder controlar ni mantener las cosas en su sitio, me descontrolé y tuve que comenzar una terapia para calmar mis nervios. El uso de tranquilizantes solo agravó mi estado ya que prefería tomar las pastillas cada vez que algo en mi hogar no funcionaba como yo quería, haciéndome una adicta. En estos momentos estoy peor, paso mucho tiempo refugiada en mi mundo narcótico, en donde todo está pulcro, los suelos brillan, huele a limpio y controlo lo que pasa.

Tratando de revivir mi sueño, le pedí a mi sucia familia que solo por este día, para mi cumpleaños, se vistieran de manera decente y disfrutáramos de una suntuosa cena. Al sentir lástima por la loca de su madre y esposa, aceptaron la propuesta.

Sigo sin encontrar tiempo, la cena está a medias, la vajilla aún no me convence y en dos horas comenzará la velada. Debo correr, debo de hacer sangrar el lugar. Mi toque de perfección debe de alcanzar esa misma perfección debe de ir en el ingrediente final del banquete, el que les transmitirá mi amor de madre.

La hora ha llegado, todo está en su sitio. El espacio parece organizado por un experto y yo estoy fabulosa, usando mis mejores galas. El olor de mi especialidad llena la habitación, mi familia está presente y por primera vez los veo de una manera cercana a mi ideal.

Entro al comedor, ellos me sonríen. Coloco los recipientes y les sirvo a cada uno su ración de mi guisado del amor. Les pido que, antes de comer, nos tomemos de las manos y agradezcamos a Dios por el momento tan perfecto. Por mi parte añado una petición silenciosa a la plegaria, solicito que el ingrediente final haga su trabajo sin dolor alguno, haciendo que el momento se congele y tras unos cuantos bocados todo permanezca igual y que por lo menos hasta que nuestros cuerpos aguanten seamos el retrato de la familia perfecta.

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