top of page

Franklin

Faltaba una calle para llegar a la casa, las manos sudorosas y temblorosas comenzaron a buscar en los bolsillos del pantalón. Así se debatió, por una calle de repente tan larga, entre las llaves y los pasos cortos, entre creer y negar las palabras del agente Ceballos unos minutos atrás. Llevaba el pecho frío y los ojos entrecerrados por el sol.

Introdujo la llave con la mano derecha, puso la izquierda sobre la puerta; exhaló. Franklin. ¿Qué hiciste, Franklin? Giró la llave, cruzó la casa oscura y entró al cuarto del hijo. Se detuvo, no recordaba la última vez que había estado allí ¿Seis años, siete años, tal vez? ¿Cuánto llevaba viviendo con él y sin hablarle? ¿Desde que dejó de cargarlo en sus brazos? ¿Desde la primera bicicleta? ¿En qué momento le había permitido encerrarse y no dejar que nadie entrara?

Encontró una bolsa de plástico bajo de la cama. Ropa sucia, con el olor a droga que se había vuelto cada vez más común. Sobre el armario había carros de colección, tarjetas de un equipo de fútbol, relojes. Sacó de debajo una caja de cartón. Extrajo los contenidos lentamente. En el fondo encontró un rollo de hojas de periódico, lo desenvolvió, descubrió la camiseta embarrada, desgarrada, coloreada de sangre seca. Tomó los jeans bajo la camiseta, también manchados de sangre, que cubrían un revólver.

El aire se le atascó en la garganta. El revólver, la ropa, el armario, se balancearon como en una canoa. Abrió los brazos. Franklin. Dijo el nombre del hijo, apenas balbuceando entre un gemido y unas lágrimas que le inundaron el rostro y la boca. Cuando el aire fluyó en sus pulmones, salió del cuarto y se sentó a la mesa del comedor. Se miró las manos grandes, negras, empotradas en los brazos de carbón de piedra que siempre le dieron el ejemplo a Franklin del trabajo duro en los cultivos de caña de azúcar. Las mismas manos y brazos que arrullaron al niño y que le desdoblaron sus prendas de culpable.

Desde la silla, miró la puerta de la calle. El brillo acuático de la ventana cerrada pasó de amarillo blanquecino a un casi anaranjado, mientras el rectángulo de luz se alargaba y reptaba por las baldosas hacia el centro de la sala. Las manos seguían sobre la mesa, envolviendo un charco de lágrimas que vibraba con cada nueva gota salada.

Oyó una llave en la puerta. El rectángulo de luz de la ventana se acobardó y se difuminó ante la silueta de Franklin quien, como todos los días, pasaba a comer al final de la tarde para luego irse y regresar justo antes del amanecer. Se sobresaltó al ver al padre sentado a la mesa.<<Hola, pa.>>

No respondió, contempló al muchacho cuyos pómulos se proyectaban encima de las mejillas secas. Los brazos y las piernas flacos, perdidos en las mangas y botas anchas de la camiseta y la pantaloneta roja, los ojos rojos, cristalizados, entrecerrados. El padre sintió un olor a droga disimulado, como todos los días, con un baño de colonia.

<<¿Que tenés, apá? -- Franklin puso su mano sobre el hombro del padre. -- ¿Por qué estás llorando, qué pasó?>> Las lágrimas seguían descendiendo en una ruta sobre labios sellados.

<<Papá, decime qué te pasó. ¿Te robaron, te echaron del trabajo?>>

El padre lo miró de nuevo, ahora más de cerca. El muchacho era bajo, como la madre, y asimismo le había heredado los ojos; pero la nariz y las facciones mostraban al abuelo paterno. Bajo la gorra se le escapaban algunos rizos apretados de pelo negro.

<< ¿Te traigo agua?>>

El padre asintió y el muchacho se fue a la cocina. Ése era Franklin, el que él había visto por tantos años. Un extraño al que jamás había arrullado y que nada tenía que ver con sus manos sobre la mesa, con sus brazos marcados por cordilleras de venas y tendones. La madre no lo había parido y él no le había puesto el nombre.

Franklin dejó el vaso sobre la mesa. El padre bebió toda el agua en tres grandes tragos, corrió la silla hacia atrás y se puso de pie. Se volvió hacia el hijo, cerró el puño y lo descargó con la fuerza de un tren contra su sien. Franklin se desplomó, inconsciente. El padre rodeó la mesa y abrió la puerta de la calle, tomó al hijo por el torso y se lo colgó sobre el hombro.

Salió al andén. El sol había mermado y las luces comenzaban a encenderse. Venteaba pero el calor de la tarde era el mismo. Caminó dando saltos ocasionales para acomodar el peso del extraño; pronto dejó de enjuagarse las lágrimas. Recorrió dos calles y subió la escalinata de la subestación de policía. El agente Ceballos se apresuró a su encuentro y le ayudó a descargar a Franklin sobre el piso. Se miraron en silencio. El padre se dio media vuelta y se alejó cabizbajo, con los brazos libres del peso de dos cuerpos.

Entradas destacadas
bottom of page