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Ma petite fleur


Flores revestían la larga cabellera dorada de Gretel, adornaban estampadas su vestido y perfumaban sus labios de intenso color violeta, casi siempre húmedos y sellados; flores viejas y marchitas que poco a poco serían reemplazadas porque el tiempo las arrugó y decoloró. Ella disfrutaba su jardín sobre todo en primavera, la época colorida representaba el advenimiento de buenas noticias, visitas especiales; las había esperado con tanto anhelo que el barniz carmesí de sus uñas se desgastó, carcomido por la ansiedad, impaciente de ser restaurado para adornar las cansadas manos de jardinera, acongojadas de tanta espera.

Cuando llegaba la temporada todas las flores llamaban a su puerta con la intención de demostrar su belleza, rosas con peinados extravagantes, girasoles galantes, orquídeas rítmicas, todas dispuestas a coquetearle, atraerla, enamorarla, seducirla… y a Gretel le gustaban todas pero solo podía quedarse con una, nada más una entraría a su jardín.

Para escoger, con sus manos expertas en el desamor, arropaba cada una como si estuvieran desprotegidas, deslizaba contorneando sus figuras, algunas exponían cuerpos en “s”, otras se asemejaban a las guitarras, pero se derretía por las robustas: capas y capas de pieles en las cuales perderse con roces leves e insinuantes. Las flores que llegaban hasta ahí sabían a lo que se exponían, la tinta violeta en sus pétalos las marcaba para siempre como rechazadas del jardín de Gretel, destinadas a ser sembradas en la esquina hasta que el vicio del sol las marchitara. Mientras tanto, la elegida era bienvenida por las demás flores del jardín, era la consentida de la jardinera por esos días, hacía todos sus deseos realidad.

— Ma petite fleur – Le llamaba cantando mientras destrenzaba sus pétalos y limaba las espinas. Gretel se aprendía de memoria el tallo de la flor, cada grieta, cada curva, cada hoja y diferentes aromas. Los dedos, desgastados y manchados, moldeaban una nueva figura, invadían cada espacio, penetraban el centro floral y cambiaban desde adentro la filosofía de vida de aquel ser, los dedos centrifugaban el interior de la planta como revolviendo cada pensamiento libre a un ritmo constante, con movimientos bruscos pero a veces pausados, de entrada y salida para confundir hasta que el nectario se derramaba, explotando en miles de sensaciones que la hace entregarse. La flor termina prisionera pero esboza con totalidad predominante una sonrisa satisfecha que conservará eternamente.

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